lunes, 25 de julio de 2011

Una llave en Estación Moreno, Sonora. Hecha por un herrero.







Había en Estación Moreno, Sonora, una llave fabricada a golpe de marro y de martillo contra un yunque.

Estaba guardada en el fondo de una gran caja, envuelta en una servilleta recortada a partir de la tela de un saco de harina. Pasó muchos años allí, sin que le diera nunca el sol, y sin mojarse, hasta que un día el propietario se la regaló a una de sus hijas.

Fue fabricada en la década de los años treinta del siglo XX en una fragua de un pueblo de Jalisco llamado Teocuitatlán.

Ese pueblo era autosuficiente en casi todas las herramientas y utensilios que ocupaba. En las fraguas se trabajaba el hierro para darle a las piezas de metal la forma y la dureza que iban a necesitar. Podía tratarse de una cuchara, de un cuchillo, un sartén, una daga, un clavo, una herradura, o también, de la superficie que rodeaba a las ruedas de las carretas, como si fueran suelas de zapato. Las mismas que todavía se ven en las películas ambientadas en los tiempos del lejano oeste norteamericano.

Para explicar qué eran las fraguas, nos vamos a valer de la siguiente figura, donde se presenta uno de los métodos usados en la antigua China. En esencia, en México era lo mismo, pero variando los tamaños y los acomodos de las componentes para adecuarse al espacio disponible.




El primer paso era encender la fragua, se trataba del fuego (o lumbre) que se usaba para incrementar la temperatura del pedazo de metal. Se necesitaba una pequeña fuente de calor, como trozos pequeños de madera, enseguida un leño y después el carbón. Éste podía ser de madera o carbón de piedra. Para que alcanzara una temperatura suficientemente alta era necesario echarle aire, lo cual se hacía por medio de un instrumento llamado: fuelle. Ésa es la función del chinito que observamos sentado a la izquierda del dibujo.

Era necesario echarle aire hasta que se alcanzara la temperatura esperada, pero no había termómetros en las fraguas mexicanas; en cambio, había mucha experiencia acumulada durante siglos, misma que permitía leer en los colores del hierro el objetivo que se estaba alcanzando.

Los herreros sabían que un pedazo de metal calentado hasta adquirir un color rojo pálido suavizaba el metal lo suficiente para darle la forma deseada, aunque entonces sería una pieza demasiado blanda, que podría servir para una cuchara de cocina, pero no para un cuchillo, ni para un gancho utilizado entre los elementos para jalar una carreta, o un arado.

Sabían también que si el pedazo de metal pasaba del rojo pálido al rojo oscuro, la pieza de metal iba a adquirir mayor dureza. Todavía más si pasaba al rojo brillante, o al color naranja y más todavía, si el metal calentado alcanzaba el amarillo claro, o lo que se llama rojo blanco, que es todavía más caliente. Aunque parezca un contrasentido, ese nombre existe.

Entonces el ayudante que trabajaba en el fuelle tenía que moverlo una y otra vez para soplar todo el tiempo necesario. Alcanzado el color deseado, la pieza se tomaba con unas pinzas especiales para cortarla con una herramienta similar a la de las tres fotos insertadas enseguida.






El herrero le daba la forma deseada a base de marrazos, o de martillazos, según fuera necesario, y para eso, con lo único que contaba era con su propia fuerza, su experiencia y su habilidad en el manejo de sus herramientas. Ser herrero no era cosa de llegar a pedir un trabajo nada más.

De acuerdo a los conocimientos modernos podemos explicar qué se lograba calentando los pedazos de metal hasta lograr los colores arriba mencionados. Se sabía fabricar acero desde hacía siglos, pero se desconocía que el proceso consistía en ir combinando el hierro con el carbón para formarr acero. Ahora también sabemos que se obtiene acero agregándole alguno de los siguientes elementos químicos: silicio, manganeso, fósforo, azufre, etcétera. Pero en México en el siglo XIX la química eran casi desconocida y así se mantuvo hasta la primera mitad del siglo XX.

A medida que el hierro era calentado, absorbía carbón del fuego de la fragua. Los aceros más duros se lograban cuando el pedazo de hierro alcanzaba más del 1% de carbón, pero para eso era necesario llegar hasta el rojo blanco, que corresponde a una temperatura de más de mil 200 grados centígrados, o 2 mil 200 grados farenheit en el sistema inglés. Sin embargo, con el acero demasiado duro se presentaba el problema de que su exagerada dureza lo hacía quebradizo e inútil en circunstancias en que la pieza debía tener capacidad para doblarse ligeramente.

Por ejemplo, las carretas llevaban unas piezas con forma de arco entre los ejes de las ruedas y el carro que llevaba la carga. Se les conocía con el nombre de muelles y eran idénticas a las que observamos todavía en la parte trasera de los carros pick-up, o troques, como se les conoce en otros sitios. Claramente la capacidad de esos arcos es la de poderse doblar y desdoblar para amortiguar la carga, por lo tanto, si el acero era demasiado duro, simplemente no servía, porque en lugar de doblarse se quebraba en el momento más inoportuno.





Un acero de buena calidad se lograba calentando el hierro hasta alcanzar un color rojo similar al de una ciruela, lo cual corresponde a cuando menos 750 grados centígrados de temperatura, o sea, casi mil 400 grados farenheit.

Sin embargo, no era suficiente con el trabajo ya descrito. Además, una vez terminada la pieza seguía el proceso de templado, lo cual se lograba enfriando rápidamente el trozo de metal. Para lograrlo se introducía en agua o en aceite. La velocidad con que esto se hacía era importante y la vigilancia del color también jugaba un papel, de modo que la experiencia personal de cada herrero resultaba fundamental. Por eso había buenos y malos herreros. Y obviamente, un buen herrero podía estar dispuesto a enseñarle a su hijo, pero no a un competidor.

El proceso de templado del metal incluía sacarlos al aire de manera intermitente para evitar que las piezas se enfriaran de manera diferente, y si esto no se hacía de manera correcta, las distintas partes de la herramienta fabricada adquirían diferente dureza.

Puede verse que el oficio del herrero era extremadamente duro y complicado, por eso, cuando aparecieron los métodos modernos de soldadura, los herreros los desconocieron como colegas, pues para ellos se trataba simplemente de soldadores.

Con todo lo explicado se puede uno imaginar que construir la llave de la foto de arriba fue algo complicado. Pero también es interesante saber por qué la fabricó un joven que probablemente no cumplía los 18 años todavía.

Resulta que en el centro del país había costumbres extremadamente celosas. Hace apenas 40 años, a los novios no se les permitía pasar a la sala de la casa a conversar con las novias. Es probable que esa costumbre exista aún, y por eso, no podían hacer otra cosa que platicar parados en la banqueta, a un lado de la casa donde vivía la joven pretendida. A los enamorados que estaban de visita se les decía, de manera chusca, centinelas.

Pero a principios del siglo XX era todavía peor, en muchas familias se les prohibía a las jóvenes hablar con los novios. Aunque esta práctica no detenía ni a los pretendientes ni a las pretendidas, pues esperando a que los padres, tíos, tías, abuelos, abuelas, se durmieran, salían a hurtadillas a la puerta del zaguán y se hincaban en el suelo para platicar en la oscuridad con el pretendiente, sin verse las caras, y con voz lo suficientemente débil como para no despertar a los mayores que ejercían la autoridad en la casa.





A veces, hablando tan bajito se deformaba demasiado la voz de la muchacha, de modo que el pretendiente no podía reconocerla. Así, en más de una ocasión, el muchacho hincado en la banqueta de la calle, creyendo que hablaba por debajo de la puerta con la joven, estaba en realidad conversando con la madre o con la tía. No hace falta describir las consecuencias de ese error.

El celo se extendía también a los hijos, especialmente si estos eran eficientes en su trabajo y rendían buenos frutos en el campo, en el taller de carpintería, en la fragua del herrero, o en los corrales tratando con el ganado capturado para algún propósito.

Permitir que se durmieran a altas horas de la noche implicaba no tenerlos temprano, y trabajando, al día siguiente. O distraídos, y somnolientos, en momentos en que su deber era estar atentos al trabajo que se hacía. Como por ejemplo, cuidar el color de las piezas del metal en la fragua.

La supuesta solución era cerrar la puerta a cierta hora para que ya no saliera nadie de la casa.

Además de las razones provenientes del celo paterno, o materno, había el temor permanente de que algo le ocurriera a los hijos en las condiciones de vida de los estados del centro de México en la década de los años 30 del siglo XX. Allí la revolución mexicana había dejado más de un millón de muertos, y mucha tristeza. Después, la guerra del clero católico mexicano en contra de las orientaciones de los gobiernos posteriores a la revolución generó más muertos, y por supuesto, muchos resabios y deseos personales de venganza. También, la repartición de la tierra, especialmente después de 1934 con el General Lázaro Cárdenas, se hizo en contra de la voluntad de los terratenientes, quienes en muchos casos pagaron guardias que vigilaron y cuidaron sus intereses hasta llegar al asesinato si se hacía necesario.

Tener miedo por los hijos era, y sigue siendo, algo natural. Pero pretender detenerlos cerrando la puerta para que ya nadie saliera era algo absurdo, más si los hijos eran buenos estudiantes del oficio de la herrería, porque simplemente hacían otra llave . ¡Y ya!