sábado, 26 de febrero de 2011

La historia de dos vasos

Una temporada las chivas tuvieron 57 cabritos, era diciembre y de pronto nacieron decenas de animales. Todos juntos en menos de diez días.



Cuando todos los hijos de Don Miguel y Doña Conchita regresaron a Estación Moreno Sonora para pasar las vacaciones de navidad, se encontraron con la nueva de que había que atender a esa cantidad de crías de dos en dos y en ocasiones batallar con una tercia porque, de manera natural, las cabras eran tan prolíficas que no tenían una parición anual como el ganado vacuno, sino dos por año. La mayoría de las veces en parejas y ocasionalmente aparecía una con cabra con tres crías.

Aquello prometía carne de cabrito dentro de pocos meses y mucha leche antes de un mes, pero mientras tanto, el tiempo invertido tenía que irse en cuidar que cada uno de los 57 recién nacidos tomara la leche de su madre a través de una ubre gigantesca que eran incapaces de levantar. Sin el apoyo de los humanos, estos morirían de hambre, pues las razas lecheras lo son porque el hombre ha intervenido en los procesos de selección para obtener animales productivos. Esta es una consecuencia que resulta favorable para los humanos pero es complicada, o imposible, para los cabritos.

Por razones como éstas, en Estación Moreno había que levantarse antes de las 6 de la mañana para terminar con la atención de las cabras unos minutos antes de las 8; siendo diciembre, eran los días más cortos del año y esa actividad terminaba cuando el Sol apenas acababa de salir. El proceso resultaba así tan ordenado que cuando esa actividad se terminaba ya esperaba el desayuno en una mesa larga, en una gran cocina que tenía una estufa de leña en una esquina, una banca larga de madera en uno de los lados de la mesa y algunas sillas en la otra, dejando una parte despejada para que por allí llegaran los platos, los vasos y las tortillas para los comensales.

Mientras tanto el alimento consistía en beber una combinación de leche, con café soluble y azúcar, más un agregado fundamental para evitar una diarrea: una pequeña cantidad de alcohol de caña. Se trataba de una bebida que se llama PAJARETE en el centro de México, y en la actualidad, lo más similar a ella es el café capuchino.

Nosotros no sabíamos qué era eso del café capuchino, aprendimos que se llamaba pajarete porque ese fue el nombre que nuestros padres utilizaban, y seguramente, ellos lo había tomado de los suyos. La preparación del pajarete viene a cuento por la historia del vaso más grande, que perteneció a Don Miguel y en 1979 viajó desde Estación Moreno, Sonora, hasta Teocuitatlán, Jalisco.

La preparación del pajarete empezaba en la cocina, con tres o cuatro cucharadas de azúcar, más media cucharada de café soluble, seguida de un chorrito pequeño de alcohol de caña, tequila o bacanora. La cantidad debía ser la estrictamente indispensable para humedecer el contenido. Así se llevaba el vaso a los corrales de las chivas, en un trayecto en el que cada quien cuidaba su vaso. Luego de limpiar la ubre de la cabra, se ordeñaba para capturar la leche sobre los vasos, en chorros tan poderosos que el azúcar se disolvía sin necesidad de disponer de una cuchara para agitar el líquido. El nivel del líquido subía por debajo de una cubierta de espuma más espesa que la de un capuchino de las cafeterías modernas. Se llenaba hasta el punto de que la espuma colmaba la orilla del vaso y amenazaba con tirarse.




La historia del vaso más pequeño es diferente y contiene algo más que un sentimiento de nostalgia, perteneció a Doña Conchita, quien siempre lo traía consigo cuando viajaba de Estación Moreno hasta Hermosillo, en un tren maloliente que ya anunciaba el abandono y el boicot en el que fue deteriorándose este medio de transporte.

Con este vaso, y una botellita de agua, viajaba también, pero en autobús, hasta Phoenix, Arizona, para visitar a su hija y a sus nietas. Llevaba sus medicinas en una bolsita, su agua y su vaso, para tomarlas en las horas indicadas por el médico. Ya era la época en que ella hervía ollas enteras de leche recién ordeñada que no podía tomar y preparaba quesos que no podía comer para cuidar el nivel de colesterol en la sangre.

Cuando todavía no se vendía el agua embotellada, y las jóvenes no tomaban agua en cantidades industriales para espantar el hambre y mantenerse esbeltas, Doña Conchita cargaba su agua para todas partes, con su pequeño vaso de aluminio, y sus medicinas, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del médico y tratando de evitar el riesgo de beber cualquier porquería en las estaciones del ferrocarril o de las centrales camioneras.

Como tantas cosas que guardan sus historias, los vasos se conservan ahora en una casa en la ciudad de Phoenix, como el símbolo de los recuerdos que esperan para ser contados.