lunes, 5 de marzo de 2012

!Se Perdió Venancio!



Iniciaba la segunda mitad del siglo XX, el final de la primavera se anunciaba en el regreso de los rayos del sol provenientes del sur, acercándose apresuradamente al cénit, y las familias abrían puertas y ventanas para afrontar el calor nocturno que arrebataba el sueño. Los días transcurrían entre el sudor cotidiano de los cargadores de grafito, las tardes dormilonas del inicio anticipado del verano y la rockola de Matías Arballo entonando Caminos de la Vida en la voz apasionada de Los Dos Reales.
El poblado tenía unas pocas familias permanentes y otra buena cantidad de familias errantes de los obreros de las cuadrillas del ferrocarril que transitoriamente se avecindaban en Estación Moreno; eso sí, había dos changarros expendedores de alimentos enlatados, galletas, sodas, chuchulucos, cervezas, y bacanora procedente de la sierra, vendido clandestinamente tanto por Matías como por Samuel. Una familia numerosa era la de los López: Don mariano, Doña Carmen, siete mujeres y un varón, que vivían en una casa rústica fabricada por el señor con adobes y techo de lámina. La casa disponía de un corredor, un espacio de estar campestre, con techo, pero sin paredes ni ventanas, hacia el frente, mirando al oriente, rodeado de guías de camote, muy verdes, habilitado como mesón, atendido principalmente por las hijas de la gran familia.
Como era frecuente en las familias rurales de la cintura de la entidad sonorense, cada familia tenía en su casa un par de animalitos silvestres, ya fuera de compañía o para platicarle las cosas que no se podían compartir con cualquier persona. Una de las hijas, de nombre Julia, compraba colibrís muertos para propiciar amores y, poseía un búho llamado Venancio, para los desamores. Se creía que las chupa rosas traían buena suerte a las mujeres con los hombres y, vaya que a ella le funcionaba, pues se le conocieron tres galanes de buen nivel económico. Pero Venancio no era bien visto por la mayoría de las familias del pequeño pueblo, ya que se decía era un ave de mala suerte, pues por el solo hecho de que pasara por tu casa te ocasionaba males. Todos conocían a la temida ave, si bien Venancio era manso y volaba junto a las personas entrando sin permiso a las casas; sus hábitos nocturnos lo volvían un visitante de media noche, acrecentando el temor de las mujeres hacia él y, también de uno que otro hombre.
Una noche Venancio decidió pernoctar en un hogar ajeno, y a juzgar por sus heces muchas horas pasó en su nueva guarida, pero en la madrugada la señora de la casa lo descubrió aposentado en la cabecera de su cama. ¡El susto fue mayúsculo¡ No era para menos, Venancio podía ser portador de hechizos, enfermedades o males deseados o inducidos por otras personas; inmediatamente se lo comunicó a su esposo quien lo tomó entre sus manos, como tercio de zacate, y se encaminó con su emplumada presa hacia un vagón de ferrocarril que se encontraba listo para partir muy de mañana; una vez junto al furgón, abrió la puerta y lo depositó en el interior de ese enorme cajón cargado con 45 toneladas de grafito y la cerró enseguida. A las ocho de la mañana se pusieron los sellos --flejes de metal con el número del ferrocarril-- en las puertas, y a las diez de la mañana el tecolotito ya estaba viajando hacia Michigan en el vecino país del norte.
La atribulada dueña y su familia preguntaban: ¿Han visto a Venancio? Por pura casualidad los vecinos daban cuenta de haberlo avistado, pero el día anterior. Después de varios días de búsqueda infructuosa la interrogante se convirtió en una convicción: ¡se perdió Venancio¡ De seguro la oscuridad del furgón no lo asustó, antes bien fue su compañero en el largo viaje. Quizás Venancio sea el primer caso documentado de un búho indocumentado en Estados Unidos.
Unos años antes, otro sonorense ilustre había corrido la misma suerte: había sido sacado de su cama en la madrugada, puesto a viajar en un vehículo contra su voluntad y enviado a Estados Unidos, por la misma razón que Venancio: aterrorizar a sus vecinos.