lunes, 22 de octubre de 2012

El Pino


A veces la vida se aferra a cualquier asidero, en los lugares menos pensados y de la manera más inesperada. El sol, la sequedad, el calor y la aridez suelen liquidarla, incluso antes de comenzar. En los calcinantes meses de verano los viajeros que cruzaban por Estación Moreno sólo podían disponer de la sombra de algún mezquite o un palo fierro, incapaces de protegerlos contra los rayos del sol; sus ramas y escasas hojas filtraban la mayor cantidad de sus llamas. El fuego espacial hostigaba a todos por igual: oficinistas, terratenientes sin ganado, vendedores ambulantes y, no podía ser de otra manera, a los mineros, los vaqueros, los visitantes y, con frecuencia, a las familias de todos ellos.
El único árbol destinado por el azar para ofrecer el servicio de sombra  a los transeúntes no formaba parte de la flora local; si bien su ramaje era frondoso, protegía mejor a una pequeña oficina cercana  que a las personas interesadas en cobijarse a su sombra.
La casualidad fue la matriz de ese árbol. A poco más de dos kilómetros de distancia de Estación Moreno se ubica el rancho Baboyahui, propiedad de la familia del ex gobernador de Sonora Alejo Bay; a un costado de la huerta de naranjos, formando parte del cerco, existía un frondoso pino, utilizado por los viajeros para descansar a la sombra de sus tupidas ramas. Los vaqueros también acostumbraban amarrar las riendas de sus caballos a la cerca para protegerlos del sol; uno de esos calurosos días, un caballo ensillado se encontraba atado bajo la sombra del pino y comía ramas del árbol, el freno no le permitía ramonear a placer por lo que dejaba escapar un que otro bocado. Como la familia de Don Miguel visitaba a otra familia con la que había cultivado una bien afianzada amistad, una de sus hijas tomó del suelo una de las ramas desechada por el caballo y la utilizó para jugar; en el recorrido de regreso la niña trazaba imaginarias líneas en la tierra, devastando los cilindros de la ramita; al llegar a su casa se deshizo de ella, pero Doña Conchita la recogió y la colocó en una botella de cristal con agua; al paso de los días le aparecieron raíces. Viendo ese hecho Don Miguel mandó cavar un hoyo poniéndole tierra fértil del banco de un arroyo; el abundante humus permitió el crecimiento de un frondoso árbol dotado de una apreciable sombra.
Eran muchas las personas que se protegían del sol a la sombra del juvenil pino, pues la intensidad de los rayos del sol llegaba a registrar de manera cotidiana temperaturas que regularmente rondaban los 45 grados centígrados. Los numerosos visitantes, usuarios de su sombra, acudían a una oficina situada a dos metros de su tronco, por varias razones, allí se atendía la administración del embarque del grafito por ferrocarril, los asuntos de la Unión Ganadera, los temas propios de un juez de campo y, también, era oficina de correos, siendo ésta, por mucho tiempo, la única forma de comunicación con el mundo exterior. Con el tiempo, un radioteléfono de la Unión Ganadera se instaló en dicha oficina. Como los choferes de los  vehículos de acarreo de grafito forzosamente acudían a la oficina, la gente esperaba su arribo para trasladarse en ellos a la mina de San José de Moradillas, distante a treinta y dos kilómetros siguiendo una brecha de terracería, rumbo al oriente.
            Hoy, lo único que queda son los muros de la casa y la oficina destechadas por el ganadero administrador de los ranchos de la familia Bay, para impedir el asentamiento de personas en Estación Moreno, los restos  de un tronco seco, los recuerdos de la niñez, y la triple anotación errónea en Google Earth afirmando que la casa en donde habitó la familia integrada por Don Miguel, Doña Conchita y sus hijos, junto con la oficina, eran train depot (depósitos del tren).
            

lunes, 5 de marzo de 2012

!Se Perdió Venancio!



Iniciaba la segunda mitad del siglo XX, el final de la primavera se anunciaba en el regreso de los rayos del sol provenientes del sur, acercándose apresuradamente al cénit, y las familias abrían puertas y ventanas para afrontar el calor nocturno que arrebataba el sueño. Los días transcurrían entre el sudor cotidiano de los cargadores de grafito, las tardes dormilonas del inicio anticipado del verano y la rockola de Matías Arballo entonando Caminos de la Vida en la voz apasionada de Los Dos Reales.
El poblado tenía unas pocas familias permanentes y otra buena cantidad de familias errantes de los obreros de las cuadrillas del ferrocarril que transitoriamente se avecindaban en Estación Moreno; eso sí, había dos changarros expendedores de alimentos enlatados, galletas, sodas, chuchulucos, cervezas, y bacanora procedente de la sierra, vendido clandestinamente tanto por Matías como por Samuel. Una familia numerosa era la de los López: Don mariano, Doña Carmen, siete mujeres y un varón, que vivían en una casa rústica fabricada por el señor con adobes y techo de lámina. La casa disponía de un corredor, un espacio de estar campestre, con techo, pero sin paredes ni ventanas, hacia el frente, mirando al oriente, rodeado de guías de camote, muy verdes, habilitado como mesón, atendido principalmente por las hijas de la gran familia.
Como era frecuente en las familias rurales de la cintura de la entidad sonorense, cada familia tenía en su casa un par de animalitos silvestres, ya fuera de compañía o para platicarle las cosas que no se podían compartir con cualquier persona. Una de las hijas, de nombre Julia, compraba colibrís muertos para propiciar amores y, poseía un búho llamado Venancio, para los desamores. Se creía que las chupa rosas traían buena suerte a las mujeres con los hombres y, vaya que a ella le funcionaba, pues se le conocieron tres galanes de buen nivel económico. Pero Venancio no era bien visto por la mayoría de las familias del pequeño pueblo, ya que se decía era un ave de mala suerte, pues por el solo hecho de que pasara por tu casa te ocasionaba males. Todos conocían a la temida ave, si bien Venancio era manso y volaba junto a las personas entrando sin permiso a las casas; sus hábitos nocturnos lo volvían un visitante de media noche, acrecentando el temor de las mujeres hacia él y, también de uno que otro hombre.
Una noche Venancio decidió pernoctar en un hogar ajeno, y a juzgar por sus heces muchas horas pasó en su nueva guarida, pero en la madrugada la señora de la casa lo descubrió aposentado en la cabecera de su cama. ¡El susto fue mayúsculo¡ No era para menos, Venancio podía ser portador de hechizos, enfermedades o males deseados o inducidos por otras personas; inmediatamente se lo comunicó a su esposo quien lo tomó entre sus manos, como tercio de zacate, y se encaminó con su emplumada presa hacia un vagón de ferrocarril que se encontraba listo para partir muy de mañana; una vez junto al furgón, abrió la puerta y lo depositó en el interior de ese enorme cajón cargado con 45 toneladas de grafito y la cerró enseguida. A las ocho de la mañana se pusieron los sellos --flejes de metal con el número del ferrocarril-- en las puertas, y a las diez de la mañana el tecolotito ya estaba viajando hacia Michigan en el vecino país del norte.
La atribulada dueña y su familia preguntaban: ¿Han visto a Venancio? Por pura casualidad los vecinos daban cuenta de haberlo avistado, pero el día anterior. Después de varios días de búsqueda infructuosa la interrogante se convirtió en una convicción: ¡se perdió Venancio¡ De seguro la oscuridad del furgón no lo asustó, antes bien fue su compañero en el largo viaje. Quizás Venancio sea el primer caso documentado de un búho indocumentado en Estados Unidos.
Unos años antes, otro sonorense ilustre había corrido la misma suerte: había sido sacado de su cama en la madrugada, puesto a viajar en un vehículo contra su voluntad y enviado a Estados Unidos, por la misma razón que Venancio: aterrorizar a sus vecinos.






















sábado, 4 de febrero de 2012

La Paloma










Hoy en día cuando la fauna silvestre incursiona en los centros urbanos, empujada por la deforestación de su medio ambiente natural, poco reflexionamos en la presencia de diferentes especies de aves que buscan sus alimentos en los árboles y en los patios de nuestras viviendas.





Una creencia popular muy extendida le asigna una mirada muy aguda a esas aves conocidas en nuestro medio como palomas pitahayeras. Quizá por lo mismo, en otros tiempos, resultaba difícil acercarse a ellas en su propia naturaleza.





Hace algunas décadas un par de manos infantiles rescató uno de esos animalitos de las ramas de un árbol, y fue cuidado en nuestra casa con esmero, alimentándolo con fruta de pitahaya y de sina; como era de esperar, la pequeña ave se desarrolló y se convirtió en fiel acompañante de la familia durante los desplazamientos dominicales a los sitios propicios para pasar una tarde en los alrededores de Estación Moreno. La Paloma, como de manera económica fue llamada, se trasladaba volando a cierta distancia del grupo familiar, parándose de rama en rama, para seguir el avance de “su familia”. Cuando ésta realizaba la parada final en el lugar donde permanecería algunas horas, La Paloma efectuaba su propia estancia en la rama de algún árbol cercano, moviéndose de vez en cuando para no perder detalle de la vida familiar.

Ya en casa la palomita escogía su propia recámara, aunque solía desplazarse con pasos elegantes, como modelo en pasarela, por toda la estancia; su canto reflejaba también sus estados de ánimo demandando, en ocasiones, la atención debida a un prominente miembro de la familia. Un día escogió como refugio la parte posterior de una puerta de salida al patio, y la inoportuna apertura de esa plancha de madera le hizo una herida profunda en su pequeño cráneo. No parecía tener remedio, pero los cuidados intensivos de Doña Conchita la volvieron a la vida. Desde entonces, su figura fue inconfundible, pues lució una cicatriz en la cabeza, como si se hubiera peinado de raya en medio para estar presentable.





El tiempo transcurrió y La Paloma comenzó a incursionar por el monte cercano, alejándose por días para, luego, desaparecer; semanas o meses después fue avistada acompañada de sus crías, pero ya no reclamó un sitio en la casa familiar, pues había construido la suya. Sin embargo, La Paloma, convertida en amorosa madre de familia llevaba sus hijos a beber en la tenue línea de agua formada por los escurrimientos del lavadero. Después de que sus hijos crecieron no se le volvió a ver, pero de tiempo en tiempo una paloma seguía los desplazamientos de la familia, como cerciorándose de que toda seguía bien en ella.