domingo, 14 de enero de 2024

Historia de una raza de cabras sin nombre. La raza de cabras incubada en Estación Moreno Sonora.

 


En esta contribución al blog se relata un poco de la historia del trabajo de crianza que realizó Don Miguel Castellanos Quiñonez en un pequeño rebaño de cabras criadas en Estación Moreno, un pequeñísimo poblado situado a 64 kilómetros al norte de Empalme y a 75 kilómetros al sur de Hermosillo. Ambas ciudades en el Estado de Sonora, México.

 La siguiente fotografía fue tomada en algún lugar de Sonora.


Las personas conocedoras de las distintas razas de cabras podrán identificar que se trata de un animal de:

1.       Frente recta.

2.       cuerpo delgado y largo.

3.       una pelambre colorida que, si se aprecia junto a otros individuos de la misma especie, es solamente una de las muchas variantes de colores.

4.       Las orejas son alargadas y presentan superficie ligeramente curva.

5.       La parte superior, desde la cola hasta el pescuezo es recta.

En los puntos 1 y 2 se identifica a la raza Alpino Francés y comparte la observación número 3 con la raza Nubia, que en algunos sitios es conocida como: Anglo-Nubian.

Sin embargo, las comparaciones no pueden ir más lejos porque la raza Nubia es de frente sumamente curvada y las orejas son más anchas y largas. Tampoco el punto 5 coincide, porque de la cola al pescuezo presentan una curva que baja lentamente y empieza a subir cerca de las patas delanteras del animal.

Aunado a lo anterior, las cabras nubias son más anchas y presentan diferencias en la cantidad de carne que tienen y también en la composición y la cantidad de leche que producen.

¿Cuál es la razón por la que el ejemplar de la fotografía comparte características de dos razas distintas?

La historia inició aproximadamente entre 1955 y 1957, cuando Don Miguel encargó un ejemplar de la raza Nubia que llegó una noche por el sistema de carga del tren que corría desde Guadalajara hasta Nogales. Era un animal pequeño y muy largo que vi meterse por debajo de la cama en la que ya me disponía a dormir.

El pelo de aquel cabrito presentaba una variedad de manchas anaranjadas, amarillas y grises con tonalidades negras. Estaba destinado a ser el semental de un ato de cabras de una raza que llamaban criollas, que eran todas de color blanco, pequeñas y muy pobres en el rendimiento de carne y de leche.

El semental creció enorme y cuando se paraba sobre las patas traseras para alcanzar las hojas de las ramas de los árboles parecía ser de alguna otra especie, en lugar del ganado caprino.

Don Miguel era propietario de un pequeño ato de cabras que seguramente eran descendientes de la raza que en los textos llaman “Blanca Celtibérica”. Ésta fue traída por los españoles en la época de la colonia y se encontraba muy bien adaptada a las condiciones climáticas mexicanas. Eran de color blanco y en Estación Moreno, donde se embarcaba grafito, lucían sucias porque las manchas oscuras resaltaban sobre la blancura que tendrían en otros sitios de Sonora. Esta raza tenía varias desventajas: era pequeña y daba muy poca leche. Se aprovechaba en lo que llaman “cabras doble propósito” porque se utilizaba su carne y su leche. Obviamente, su ventaja era su adaptación al clima y a la geografía de la región semidesértica por donde cruza la vía del ferrocarril.

Fue alta la rapidez con que cambiaron las características del ato de cabras (nunca más de 30). Ayudaba el hecho de que en muchas razas de chivas hay dos pariciones al año, ya que el periodo de gestación dura en promedio 151 días. El color blanco se fue perdiendo para dar lugar a una combinación de colores que difícilmente se repetían. Las orejas largas, anchas y caídas empezaron a aparecer y después a predominar. La línea curva de la parte superior de la raza Nubia empezó a notarse, su tamaño también, y por supuesto, la cantidad de leche superó rápidamente el litro diario por cada cabra madura.

Enseguida se presenta una fotografía de una parte del rebaño resultante del experimento que ahora voy a relatar.

 


 

La familia Castellanos Moreno vivíamos a la izquierda de la foto. Al fondo destaca un cerro que alcanza casi 500 metros de altura sobre el nivel del mar y se encuentra a ocho kilómetros al norte de Estación Moreno. A la derecha se ubica el cerro del chivato, situado a más de 20 kilómetros hacia el noreste, aunque la fotografía no lo alcanza a captar. Se puede ver junto a las cabras un perro que las cuidaba. Estos eran adquiridos cuando aún no abrían los ojos y eran alimentados directamente de la ubre de alguna de las chivas, razón por la que se consideraban parte del grupo y nunca las abandonaban. Al fondo se distingue una línea de árboles que crecían a la orilla del “arroyo de la bomba” porque hasta antes de 1958 hubo allí un pozo que usó el ferrocarril para surtir agua a las máquinas de vapor. Cuando esas viejas máquinas fueron sustituidas por las de diesel cerraron el pozo, quitaron los grandes tinacos y nos quedamos sin agua. En lo sucesivo, fue necesario viajar un poco más de dos kilómetros para traerla en una carreta jalada por una mula con una pipa de 600 litros. El sitio a donde íbamos por este líquido se llama “Baboyahui” y el camino para llegar allí se encuentra a la derecha de la foto.

Regresando al tema, Don Miguel cambió de semental entre 1962 y 1964, consciente de que la raza se degeneraba si el macho cabrío empezaba a cubrir nietas, bisnietas, etcétera. Entonces importó desde California a un ejemplar que se llamaba “Mister Duke”, que era de la raza Anglo Nubia. También llegó por ferrocarril y era de color negro con manchas blancas en la cola, la frente y las patas. No era tan enorme como el anterior, pero resultó igual de efectivo porque la raza Nubia siguió mejorando.

Una noche no regresó una parte de las cabras. A la mañana siguiente fuimos a buscarlas hacia el norte de Estación Moreno, encontrando que el tren las había matado a casi todas. Incluido el semental que tanto dinero había costado.

El siguiente paso de Don Miguel fue intentar un experimento. Cruzar la raza Nubia con la Alpino Francés. Nunca nos contó cómo había llegado a esa decisión, pero probablemente influyó que años antes había adquirido un par de cabras de la raza Saanen, que eran extremadamente productoras de leche. Ésta es originaria de Suiza, está adaptada a climas fríos y en ellas predomina un color entre beige y claro.

Las cabras fueron obsequiadas por integrantes de un grupo de religiosos evangelistas y los beneficiarios eran los habitantes de un rancho que se ubicaba entre el “cajón de la uvalama” y el cerro del chivato. La primera cabra se llamaba “Petrita” y daba a diario una inmensidad de leche: 5 litros. En el año de 1958 se trasladó la familia, salvo Don Miguel, a la ciudad de Hermosillo para que todos estudiáramos. La Petrita se vino con nosotros y a diario comía un ramo de alfalfa que se adquiría por 20 centavos en un local ubicado a unos cientos de metros de la casa rentada. Esta cabra la cambió por un par de potrancas. La segunda de ellas era de un color ligeramente diferente (oscuro con motivos blancos) y la obtuvo de las mismas personas a cambio de dinero en efectivo.

Era claro que se trataba de dos ejemplares alejados del clima en el cual podían desempeñarse bien, de modo que fue necesario recurrir a mantenerlas en estabulación (en corrales) mientras el resto del rebaño salía a buscarse su comida en el campo cercano. La Petrita se enfermó y perdió una de sus ubres. Estuvo al borde de la muerte pero Doña Conchita la salvó dándole unos preparados de ponche que incluía huevo batido mezclado con plantas medicinales y un poco de tequila como saborizante que la cabra aprendió a despacharse desde la segunda o tercera vez que se la dieron en una botella.

Don Miguel estaba enterado de la productividad de las razas suizas y alpinas, de modo que decidió experimentar adquiriendo un semental de la raza Alpino Francés. El ejemplar también llegó por tren, hambriento y sediento en una java de madera. Recuerdo bien su color, era casi el mismo que la cabra de la foto presentada al inicio de esta contribución al blog. Era feliz en el invierno, pero requería muchos cuidados en verano.

El experimento resultó muy bien. La descendencia soportaba bien el calor del verano, eran de buen tamaño, tenían bastante carne y daban mucha leche. Consultando los datos de los libros de texto especializados en la cría de ganado caprino, he encontrado que la productividad del rebaño de cabras superó los resultados que se obtienen con el método de pastoreo. Era común que dieran dos litros de leche.

Esa es la historia de esta raza sin nombre.

domingo, 14 de febrero de 2021

Un recuerdo de Estación Moreno y las vacunas contra el SARS-COV2

 



Es difícil saber cuáles son las motivaciones de los habitantes de las ciudades de México que protestan contra la estrategia de vacunar primero a los mexicanos que viven en los lugares más apartados.

Vacunar primero a los adultos mayores

A un año des iniciada la pandemia, hay vacunas contra el SARS-COV2 en el mundo. Éstas escasean y las naciones más poderosas acaparan la producción de ellas. A México, por ejemplo, están llegando, pero comparando con Estados Unidos, las estamos recibiendo a cuenta gotas. En esa circunstancia, el gobierno mexicano ha decidido una estrategia de vacunación que se basa en reducir el número de fallecimientos.

Pienso que la estrategia es correcta. Así lo demuestra un artículo científico publicado el 21 de enero de 2021. Se publicó en Science y revisa cinco estrategias distintas para vacunar a la población de un país. Los autores encontraron que, si se busca reducir el número de muertes, procede la vacunación a las personas mayores de 60 años. El título lo agrego enseguida:

“Model-informed COVID-19 vaccine priorization strategies by age and serostatus”.

 

Vacunar primero a quienes viven en las zonas más alejadas de los grande núcleos de población

 En el fin de semana del 13 al 14 de febrero de 2021 se han desatado fuertes protestas en redes sociales en contra de un proceso de vacunación en el que el gobierno federal empieza por quienes viven en los lugares más alejados de las ciudades, o en los barrios más empobrecidos.

Aluden que debería atenderse primero a las zonas de mayor densidad de población.

Con esa falta de empatía dejan de lado un aspecto muy elemental: quien se enferme en una ciudad es muy posible que tenga acceso rápido a la atención médica. Ese no es el caso de quienes viven lejos de los grandes núcleos de población, ni de las personas ubicadas en zonas de alta marginación, donde las vías de comunicación suelen ser malas.

Quienes hemos vivido en esos sitios sabemos que lo correcto es atenderlos a ellos primero. Quiero contarles una historia en respaldo a esta afirmación.




Una anécdota triste

La foto que agrego al inicio de esta contribución al blog es una imagen de Estación Moreno a mediados de los años 1970. Fue una población situada a 75 kilómetros de Hermosillo. Nunca tuvo corriente eléctrica y el agua del pozo del ferrocarril se acabó en el año 1958.

A 15 kilómetros hacia el noreste de Moreno había un rancho llamado San Antonio. En el vivía una familia, y a veces dos, donde los padres de ellas se dedicaban a cuidar el ganado del patrón. Un terrateniente que vivía en Hermosillo con todas la comodidades que entonces podían disponer, en una casa enorme de la colonia Pitic.

Yo cursaba el primero o el segundo año de primaria. Vivía enfrente del enorme edificio de la escuela y un día por la tarde entré a la casa de dos habitaciones y una cocina que rentaban para nosotros. En lugar de los muebles encontré un pequeño ataúd blanco sobre cuatro piezas de madera oscura que tenían la forma de unos ángeles tallados. Estaba en su interior una niña de menos de tres años de edad, y en torno suyo, sentados en unas sillas de madera, el padre y la madre de ella, más algunas personas que yo no conocía. La señora le decía, una y otra vez: “tu tuviste la culpa”. El señor por su parte, guardaba silencio con un estoicismo que no podía esconder el dolor de su perdida.

No supe mucho más esa noche. Recuerdo que había rezos, llantos esporádicos y escenas que se me fueron escapando conforme iba conciliando el sueño. Meses después escuché una conversación entre mi madre y mi padre. Ella también se había impactado ante la frase repetida de la madre de la niña muerta. Mi papá contestó que podría ser así, que desgraciadamente el señor era muy responsable, y ante la enfermedad de su hija, dedicó una tarde entera a dejar resuelto el problema del ganado vacuno que “tenía que dejar encerrado, con agua y con pastura”.

Aparentemente salieron del rancho al día siguiente. Caminaron a caballo los 15 kilómetros que los separaban de Estación Moreno. Esperaron el ferrocarril, o “un raite” con un automóvil que por casualidad pasara por allí. El tiempo transcurrió y la niña nunca llegó al hospital. Ya no había necesidad porque había muerto en el camino.

Es el México de hace casi 60 años, pero todos en nuestro país sabemos que eso no ha cambiado mucho.




sábado, 2 de febrero de 2013

El arte del tejido, el cosido y el deshilado.





La fotografía anterior es un chal tejido a mano por Doña Conchita en Estación Moreno y estaba destinado a cubrir los hombros para servir de abrigo de una de sus hijas. Cada una de las flores fue tejida por separado y después fueron unidas, una por una, en un trabajo que llevó muchas semanas de labor.
Estación Moreno fue un poblado en el que nunca se dispuso de corriente eléctrica y el agua corriente desapareció cuando dejaron de usarse las máquinas de vapor del ferrocarril. Tampoco había gas envasado. La vida cotidiana era muy similar a la que enfrentaban las mujeres mexicanas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
Se cocinaba tres veces al día en una estufa encendida con leña, y en cada ocasión, era necesario “poner la lumbre” mediante un sistema en el que se colocaba un pedazo de papel en la parte baja y se mojaba ligeramente con keroseno. Arriba se colocaban astillas de madera de dos a cinco centímetros de largo y menos de medio centímetro de espesor. Esos eran los sobrantes del proceso utilizado para producir leños de cuatro a seis centímetros de diámetro y menos de cuarenta de largos. Se encendía el keroseno y se esperaba el crecimiento de la flama hasta que la leña se encendía. Era apenas el inicio del trabajo de elaboración de los alimentos.
Había necesidad de lavar la ropa a mano, los sartenes y los platos, asear la casa y mantenerla libre de un polvo muy fino que se llamaba tizne, proveniente de los almacenes del grafito, a cincuenta metros de la casa de Doña Conchita. Ponerle el cuajo a la leche por las mañanas, para hacer el queso de cabra y salarlo por las tardes. Hervir la leche recién ordeñada, confeccionar las tortillas de harina o de maíz a mano, y aparte de todo lo anterior, coser o tejer en las tardes, mientras esperaba a que los tubos de las lámparas de petróleo (keroseno) se secaran para encender la pequeña llama que iluminaba la casa durante las primeras horas de la noche.
Acostumbrada al régimen de vida de las mujeres mexicanas de principios del siglo XX, Doña Conchita no podía descansar jamás. Cuando visitaba a una de sus hijas empleaba gran parte de su tiempo en tejer para ella y para sus nietas diversas prendas, como por ejemplo, el siguiente conjunto de zapatos de bebé que fueron usados en diversas etapas de los primeros años de vida de una de ellas:


En una casa de la ciudad de Phoenix se guardan algunos de los instrumentos de trabajo que ella usó para tejer mientras estaba de visita. El ojo observador puede apreciar en la siguiente foto que se requerían diferentes tamaños de ganchos. Es algo conocido por las mujeres que todavía siguen esta práctica.
En la siguiente foto se incorpora un gancho más grande, también más reciente, que probablemente Doña Conchita no llegó a utilizar, pero sirve para dar una idea del grado de complejidad del tejido a mano.


Doña Conchita tejía gorros para sus nietas y otras prendas que ayudaban a cubrirlas del frío:





Usaba además un par de agujas para tejer, de las cuales no se conservó ningún ejemplar y a veces hacía comentarios acerca de los distintos puntos que planeaba llevar a cabo, con unas técnicas que nunca comprendimos.
En alguna ocasión, resueltas las necesidades inmediatas de abrigo de sus hijos y sus nietos, se tomó el tiempo para tejer “una negra” que serviría como adorno en algún lugar de la casa de su hija.


Hacerla fue para ella como una diversión inspirada en algún modelo de las revistas de costura y de tejido que compraba, o a las cuales se suscribía para recibirlas periódicamente por correo. El acto de coser, o de tejer, era una actitud ante la vida y una evocación de sus recuerdos personales.
Admirando un par de piezas de las chambritas que tejió para una de sus nietas, uno puede comprender por qué ella tejía para sus hijos, sus hijas, sus nietos y sus nietas. Es suficiente con traer a la memoria la costumbre mexicana que practicaban hace décadas las jóvenes mujeres que esperaban al bebé que crecía en su vientre. Empezaban a tejer las prendas que necesitaría, normalmente con estambre de color blanco porque ignoraban si sería niño o niña, y al hacerlo, imaginaban las manitas, o la pequeña cabeza, o el tórax, o los pies, del retoño que todavía no nacía.


En el mismo sentido, viviendo a más de setenta kilómetros de la civilización, sin la compañía de ninguno de sus hijos, Doña Conchita se concentraba en cada uno de ellos mientras tejía, imaginándolos cuando le iba dando forma al gorro que llevaría en su cabeza. Era un estado de concentración de su mente que consistía en combinar el aspecto práctico del trabajo vespertino, o nocturno, con el recuerdo de los seres que ella amaba.




Tejió para ocho hijos, dos de los cuales perdió cuando apenas eran unos bebés y a los cuales recordó siempre, enseñándonos que podía haber resignación pero no olvido. Alcanzó a tejer también para al menos once nietos, pero la mayoría de los productos de su trabajo se conservaron en la casa de una de sus hijas. Se trata de una labor sumamente complicada, pues los micro organismos van tomando lentamente un lugar conforme pasa el tiempo. Es el caso del siguiente adorno de mesa que, a pesar de que se guarda con esmero, resiente las décadas que van transcurriendo.

Enseguida podemos admirar dos adornos para mesa. Estos si, de colores muy mexicanos. Como ya he explicado antes, cada color se trabajaba por separado para unirlo con los demás en el momento adecuado.



Para los mexicanos es común encontrar estas combinaciones fuertes de colores, de modo que son vistas con normalidad. Con frecuencia son los europeos quienes se extrañan y se maravillan por el enorme colorido de los objetos de México.
Ya he escrito que en Estación Moreno se consumían tortillas de harina de trigo y de maíz. La harina para fabricar las primeras se vendía en las tiendas de abarrotes en sacos pequeños de manta y venían en dos tamaños diferentes: uno era el quintal, que traía 45 kilogramos; el otro era la arroba, con nueve kilogramos. Eran sacos, o costales, hechos de manta. Ella prefería esta última medida porque era un peso que podía manejar sin pedir ayuda a nadie y tenía que hacer la masa, convertirla en bolas del tamaño apropiado y darle la forma de tortilla para cocinarlas en un comal. Cuando se terminaba el contenido de los sacos de harina, los sacudía, los descosía y los lavaba hasta eliminar todo rastro del contenido. Enseguida los ponía a hervir hasta dejarlos totalmente blancos. Libres de los logos y nombres de la empresa vendedora. La manta quedaba completamente blanca. Casi todas las sábanas que se usaban en su casa estaban hechas con estas telas, cosidas hasta dar las medidas adecuadas. En algunas ocasiones las cortaba a las dimensiones adecuadas para confeccionar servilletas para la cocina, con las cuales tapaba las tortillas para protegerlas de las moscas, o tapar la bandeja del queso, o la olla con la leche. También las cortaba para darles formas redondas y les añadía un tejido para formar un adorno. Enseguida se muestran dos de ellos:


El siguiente es un adorno similar, pero en un rectángulo muy alargado y bordado con estambre de color amarillo:


La colección de adornos de mesa es extensa, y a veces, extremadamente simpática (en el significado que se le da a esta palabra en México). Varios de ellos los podemos ver en las siguientes fotografías:






También hacía manteles donde aplicaba técnicas de deshilado que ahora pueden ser observadas en los videos de youtube. Tensaba la manta en los bastidores de uso cotidiano en el bordado a mano, marcaba las líneas con un lápiz y alternaba el uso de las tijeras con las agujas para realizar el trabajo. Si se aprecia con detenimiento los manteles de las siguientes fotos, se podrá observar que hay en ellos una combinación de bordado, deshilado y tejido. Todo hecho a mano por supuesto:



Doña Conchita cosió, tejió, bordó y practicó el deshilado hasta donde la vida le alcanzó. Su último proyecto fue un mantel que nunca terminó. Emprendió el proceso de tejido de la orilla del mismo, en una división del trabajo en la que su hija se encargaría del bordado. Estaba usando un estambre que combinaba el color rosa con tonos de blanco, en una mezcla que en México solía ser conocida como: “tornasol”. Su obra inconclusa se quedó guardada, junto con el estambre, en una pequeña bolsa de plástico transparente, adentro de otra bolsa más grande con el sello de una zapatería, ya desaparecida, de la ciudad de Hermosillo, Sonora.


Su hija nos explicó el plan que habían pensado para la confección de la prenda y al hacerlo nos recordó que esas dos bolsas no habían sido abiertas desde que Doña Conchita las guardó por última vez.
Por razones obvias, el chal que presentamos en la primera fotografía no fue a cubrir los hombros de su hija. Se guardó para conservarlo como un recuerdo valioso .

lunes, 22 de octubre de 2012

El Pino


A veces la vida se aferra a cualquier asidero, en los lugares menos pensados y de la manera más inesperada. El sol, la sequedad, el calor y la aridez suelen liquidarla, incluso antes de comenzar. En los calcinantes meses de verano los viajeros que cruzaban por Estación Moreno sólo podían disponer de la sombra de algún mezquite o un palo fierro, incapaces de protegerlos contra los rayos del sol; sus ramas y escasas hojas filtraban la mayor cantidad de sus llamas. El fuego espacial hostigaba a todos por igual: oficinistas, terratenientes sin ganado, vendedores ambulantes y, no podía ser de otra manera, a los mineros, los vaqueros, los visitantes y, con frecuencia, a las familias de todos ellos.
El único árbol destinado por el azar para ofrecer el servicio de sombra  a los transeúntes no formaba parte de la flora local; si bien su ramaje era frondoso, protegía mejor a una pequeña oficina cercana  que a las personas interesadas en cobijarse a su sombra.
La casualidad fue la matriz de ese árbol. A poco más de dos kilómetros de distancia de Estación Moreno se ubica el rancho Baboyahui, propiedad de la familia del ex gobernador de Sonora Alejo Bay; a un costado de la huerta de naranjos, formando parte del cerco, existía un frondoso pino, utilizado por los viajeros para descansar a la sombra de sus tupidas ramas. Los vaqueros también acostumbraban amarrar las riendas de sus caballos a la cerca para protegerlos del sol; uno de esos calurosos días, un caballo ensillado se encontraba atado bajo la sombra del pino y comía ramas del árbol, el freno no le permitía ramonear a placer por lo que dejaba escapar un que otro bocado. Como la familia de Don Miguel visitaba a otra familia con la que había cultivado una bien afianzada amistad, una de sus hijas tomó del suelo una de las ramas desechada por el caballo y la utilizó para jugar; en el recorrido de regreso la niña trazaba imaginarias líneas en la tierra, devastando los cilindros de la ramita; al llegar a su casa se deshizo de ella, pero Doña Conchita la recogió y la colocó en una botella de cristal con agua; al paso de los días le aparecieron raíces. Viendo ese hecho Don Miguel mandó cavar un hoyo poniéndole tierra fértil del banco de un arroyo; el abundante humus permitió el crecimiento de un frondoso árbol dotado de una apreciable sombra.
Eran muchas las personas que se protegían del sol a la sombra del juvenil pino, pues la intensidad de los rayos del sol llegaba a registrar de manera cotidiana temperaturas que regularmente rondaban los 45 grados centígrados. Los numerosos visitantes, usuarios de su sombra, acudían a una oficina situada a dos metros de su tronco, por varias razones, allí se atendía la administración del embarque del grafito por ferrocarril, los asuntos de la Unión Ganadera, los temas propios de un juez de campo y, también, era oficina de correos, siendo ésta, por mucho tiempo, la única forma de comunicación con el mundo exterior. Con el tiempo, un radioteléfono de la Unión Ganadera se instaló en dicha oficina. Como los choferes de los  vehículos de acarreo de grafito forzosamente acudían a la oficina, la gente esperaba su arribo para trasladarse en ellos a la mina de San José de Moradillas, distante a treinta y dos kilómetros siguiendo una brecha de terracería, rumbo al oriente.
            Hoy, lo único que queda son los muros de la casa y la oficina destechadas por el ganadero administrador de los ranchos de la familia Bay, para impedir el asentamiento de personas en Estación Moreno, los restos  de un tronco seco, los recuerdos de la niñez, y la triple anotación errónea en Google Earth afirmando que la casa en donde habitó la familia integrada por Don Miguel, Doña Conchita y sus hijos, junto con la oficina, eran train depot (depósitos del tren).
            

lunes, 5 de marzo de 2012

!Se Perdió Venancio!



Iniciaba la segunda mitad del siglo XX, el final de la primavera se anunciaba en el regreso de los rayos del sol provenientes del sur, acercándose apresuradamente al cénit, y las familias abrían puertas y ventanas para afrontar el calor nocturno que arrebataba el sueño. Los días transcurrían entre el sudor cotidiano de los cargadores de grafito, las tardes dormilonas del inicio anticipado del verano y la rockola de Matías Arballo entonando Caminos de la Vida en la voz apasionada de Los Dos Reales.
El poblado tenía unas pocas familias permanentes y otra buena cantidad de familias errantes de los obreros de las cuadrillas del ferrocarril que transitoriamente se avecindaban en Estación Moreno; eso sí, había dos changarros expendedores de alimentos enlatados, galletas, sodas, chuchulucos, cervezas, y bacanora procedente de la sierra, vendido clandestinamente tanto por Matías como por Samuel. Una familia numerosa era la de los López: Don mariano, Doña Carmen, siete mujeres y un varón, que vivían en una casa rústica fabricada por el señor con adobes y techo de lámina. La casa disponía de un corredor, un espacio de estar campestre, con techo, pero sin paredes ni ventanas, hacia el frente, mirando al oriente, rodeado de guías de camote, muy verdes, habilitado como mesón, atendido principalmente por las hijas de la gran familia.
Como era frecuente en las familias rurales de la cintura de la entidad sonorense, cada familia tenía en su casa un par de animalitos silvestres, ya fuera de compañía o para platicarle las cosas que no se podían compartir con cualquier persona. Una de las hijas, de nombre Julia, compraba colibrís muertos para propiciar amores y, poseía un búho llamado Venancio, para los desamores. Se creía que las chupa rosas traían buena suerte a las mujeres con los hombres y, vaya que a ella le funcionaba, pues se le conocieron tres galanes de buen nivel económico. Pero Venancio no era bien visto por la mayoría de las familias del pequeño pueblo, ya que se decía era un ave de mala suerte, pues por el solo hecho de que pasara por tu casa te ocasionaba males. Todos conocían a la temida ave, si bien Venancio era manso y volaba junto a las personas entrando sin permiso a las casas; sus hábitos nocturnos lo volvían un visitante de media noche, acrecentando el temor de las mujeres hacia él y, también de uno que otro hombre.
Una noche Venancio decidió pernoctar en un hogar ajeno, y a juzgar por sus heces muchas horas pasó en su nueva guarida, pero en la madrugada la señora de la casa lo descubrió aposentado en la cabecera de su cama. ¡El susto fue mayúsculo¡ No era para menos, Venancio podía ser portador de hechizos, enfermedades o males deseados o inducidos por otras personas; inmediatamente se lo comunicó a su esposo quien lo tomó entre sus manos, como tercio de zacate, y se encaminó con su emplumada presa hacia un vagón de ferrocarril que se encontraba listo para partir muy de mañana; una vez junto al furgón, abrió la puerta y lo depositó en el interior de ese enorme cajón cargado con 45 toneladas de grafito y la cerró enseguida. A las ocho de la mañana se pusieron los sellos --flejes de metal con el número del ferrocarril-- en las puertas, y a las diez de la mañana el tecolotito ya estaba viajando hacia Michigan en el vecino país del norte.
La atribulada dueña y su familia preguntaban: ¿Han visto a Venancio? Por pura casualidad los vecinos daban cuenta de haberlo avistado, pero el día anterior. Después de varios días de búsqueda infructuosa la interrogante se convirtió en una convicción: ¡se perdió Venancio¡ De seguro la oscuridad del furgón no lo asustó, antes bien fue su compañero en el largo viaje. Quizás Venancio sea el primer caso documentado de un búho indocumentado en Estados Unidos.
Unos años antes, otro sonorense ilustre había corrido la misma suerte: había sido sacado de su cama en la madrugada, puesto a viajar en un vehículo contra su voluntad y enviado a Estados Unidos, por la misma razón que Venancio: aterrorizar a sus vecinos.






















sábado, 4 de febrero de 2012

La Paloma










Hoy en día cuando la fauna silvestre incursiona en los centros urbanos, empujada por la deforestación de su medio ambiente natural, poco reflexionamos en la presencia de diferentes especies de aves que buscan sus alimentos en los árboles y en los patios de nuestras viviendas.





Una creencia popular muy extendida le asigna una mirada muy aguda a esas aves conocidas en nuestro medio como palomas pitahayeras. Quizá por lo mismo, en otros tiempos, resultaba difícil acercarse a ellas en su propia naturaleza.





Hace algunas décadas un par de manos infantiles rescató uno de esos animalitos de las ramas de un árbol, y fue cuidado en nuestra casa con esmero, alimentándolo con fruta de pitahaya y de sina; como era de esperar, la pequeña ave se desarrolló y se convirtió en fiel acompañante de la familia durante los desplazamientos dominicales a los sitios propicios para pasar una tarde en los alrededores de Estación Moreno. La Paloma, como de manera económica fue llamada, se trasladaba volando a cierta distancia del grupo familiar, parándose de rama en rama, para seguir el avance de “su familia”. Cuando ésta realizaba la parada final en el lugar donde permanecería algunas horas, La Paloma efectuaba su propia estancia en la rama de algún árbol cercano, moviéndose de vez en cuando para no perder detalle de la vida familiar.

Ya en casa la palomita escogía su propia recámara, aunque solía desplazarse con pasos elegantes, como modelo en pasarela, por toda la estancia; su canto reflejaba también sus estados de ánimo demandando, en ocasiones, la atención debida a un prominente miembro de la familia. Un día escogió como refugio la parte posterior de una puerta de salida al patio, y la inoportuna apertura de esa plancha de madera le hizo una herida profunda en su pequeño cráneo. No parecía tener remedio, pero los cuidados intensivos de Doña Conchita la volvieron a la vida. Desde entonces, su figura fue inconfundible, pues lució una cicatriz en la cabeza, como si se hubiera peinado de raya en medio para estar presentable.





El tiempo transcurrió y La Paloma comenzó a incursionar por el monte cercano, alejándose por días para, luego, desaparecer; semanas o meses después fue avistada acompañada de sus crías, pero ya no reclamó un sitio en la casa familiar, pues había construido la suya. Sin embargo, La Paloma, convertida en amorosa madre de familia llevaba sus hijos a beber en la tenue línea de agua formada por los escurrimientos del lavadero. Después de que sus hijos crecieron no se le volvió a ver, pero de tiempo en tiempo una paloma seguía los desplazamientos de la familia, como cerciorándose de que toda seguía bien en ella.


domingo, 27 de noviembre de 2011

Dos arados para sembrar la tierra en Estación Moreno




La producción agrícola en Estación Moreno, Sonora, se realizaba con los métodos del Siglo XIX. No se disponía de corriente eléctrica ni de pozos para regar la tierra. El manto de agua estaba a más de 150 metros de profundidad y no había recursos económicos para contratar a un perforador que hiciera un pozo para regar la tierra.

Tampoco se tenían los recursos para comprar un tractor, aunque fuera uno pequeño, y arañar lo que se pudiera en menos de cinco hectáreas de terreno disponible, a nivel de préstamo, de parte del dueño del terreno.

Hay razones para suponer que el sitio del mapa donde se encuentra Estación Moreno era considerado por la etnia Yaqui como parte de su territorio, pero de eso hablaremos en otra ocasión. Lo importante, por ahora, es que en términos de las leyes dictadas al finalizar el siglo XIX, y a inicios del siglo XX, aquellas tierras tenían un dueño que pertenecía a la estirpe de los “hombres blancos”.

La tierra se barbechaba dos veces antes de sembrar en el verano, con la esperanza de que a partir del 15 de julio llegaran las lluvias. Si esto ocurría, las plantas nacían y lograban crecer medianamente, según la cantidad de agua que llegara por el arroyo que irrigaba la milpa.

Había dos arados en Estación Moreno, uno cuyo destino desconocemos, grande, de hierro, y fabricado en los Estados Unidos. El otro, más pequeño, se conserva en manos de uno de los hijos de Don Miguel y Doña Conchita. Es el que presentamos en las fotografías y fue fabricado en Nuevo León, México.


Inicialmente ambos eran muy similares al que se presenta en el siguiente dibujo, con dos mangos para dirigirlo.



Incluso, Don Miguel le agregó una rueda muy parecida a la que aparece en el dibujo anterior, debido a que los dos arados presentaban la desventaja de que en ocasiones se hundían demasiado y dificultaban la tracción que ejercían los dos animales que lo jalaban. Cuando se retiró de Estación Moreno, Sonora, para irse a vivir a Jalisco, se llevó sus dos arados y modificó el que presentamos en las fotos de esta contribución al blog. Decidió usar el más pequeño para “darle tierra a las milpas”, como se les llama a las plantas de maíz. Detalle técnico que contaremos en otra ocasión para hacer saber en qué consiste este procedimiento y explicaremos qué tan importante es en el proceso de siembra y cosecha de los elotes.

En la siguiente foto podemos apreciar cómo es la parte delantera del arado


Se puede ver que tiene cuatro pares de agujeros, en los cuales se puede colocar un tornillo de acero como el que aún se encuentra allí.

Cuando se desea que el arado penetre más profundo en la tierra se coloca el tornillo en el par de agujeros que están en la parte superior. Esto tiene la ventaja de que la tierra es removida a mayor profundidad, pero tiene la desventaja de que el trabajo de las bestias que lo jalan es mucho mayor, lo cual las lleva al agotamiento demasiado rápido.

Si lo que se busca es penetrar a menor profundidad en el terreno, se pone el tornillo en el par de agujeros inferiores. Esto es poco usual y se escoge esta opción únicamente cuando se va a “dar tierra” a las plantas. Punto que mencionamos en un párrafo previo.

En las dos fotos siguientes se aprecia la punta del arado, también llamada “reja”:


Se trata de una pieza que se atornilla cuidadosamente para evitar que se desprenda. Se gasta en menos de 20 horas de trabajo continuo y es necesario sustituirla por una nueva.

En Estación Moreno, Sonora, se barbechaba la tierra dos veces antes de la siembra de verano. Sembrar en invierno era solamente una casualidad y se intentaba únicamente cuando había plena confianza de que vendrían una clase de lluvias que se llaman equipatas.

La primera vez se barbechaba la tierra en rayas de este a oeste, a mediados de junio, en una orientación similar a la del movimiento del agua vertida por el arroyo que irrigaba un poco menos de 5 hectáreas de terreno. Cada una de las rayas recibe el nombre de zurco.

Con esta acción se volteaba la tierra por primera vez para garantizar una primera oxigenación y nitrogenación de la misma. Si había alguna clase de bichos dañinos quedaban expuestos al sol y se morían.

El proceso se volvía a repetir después de la primera lluvia importante, lo cual sucedía normalmente cerca del 15 de julio de cada año. En esa ocasión las rayas (o surcos) del barbecho se orientaban de sur a norte, para que quedaran perpendiculares a la dirección en que fluía el agua del arroyo.

En esta segunda ocasión el zacate regional ya había nacido y al voltear la tierra de nuevo quedaba tapado, con lo cual se evitaba que creciera y estorbara la cosecha que se esperaba obtener con el proceso de siembra.

Cada surco es similar al que se presenta enseguida, tomada de un video del youtube en el que una persona barbecha nada más para que se tome la escena.


Esos videos que se pueden consultar en el youtube son únicamente para posar, como se puede concluir de que el labrador (hombre que barbecha) no lleva un orden en su trabajo. El procedimiento correcto lo explicaremos enseguida.

Primero se lanzaba un surco tan derecho como fuera posible, por ejemplo de sur a norte, y enseguida se regresaba cuidando que la nueva línea se mantuviera paralela a la primera, tratando de que no quedara un solo pedazo de tierra sin voltear. El área barbechada siempre debía quedar a la derecha del labrador. De manera similar a la que presenta la siguiente fotografía:


Enseguida se regresaba, cuidando que el surco recién trazado en el terreno quedara ubicado a la derecha, eso ensanchaba un poco el área barbechada. De todos modos, los dos surcos juntos no eran más anchos que la mitad de un metro. La siguiente fotografía es original de la tierra de siembra en Estación Moreno, Sonora. El joven de la foto tenía entonces 16 años de edad y muestra el procedimiento correcto que estamos relatando. Él avanza cuidando que el terreno recién barbechado quede a su derecha. El animal más grande camina sobre el surco porque, siendo más pesado, su trabajo se facilita.


En la parte posterior de la fotografía se puede observar que los árboles ya tenían hojas, lo cual indica que ya había caído al menos la primera lluvia, por lo tanto se trata del proceso de siembra. De hecho, justo atrás del joven se encuentra el sitio por donde llegaba el agua del arroyo del que hemos venido hablando.
Con el procedimiento que hemos mencionado se hacía crecer el área barbechada de la manera que se explica en el dibujo siguiente:


El movimiento del labrador se indica con dos flechas rojas, y como puede notarse, es similar al giro del reloj de manecillas. Otra flecha señala el sitio donde podría ir la persona que dirige los animales. A cada una de esas áreas se les llama besanas y hay que cuidar que no sea demasiado ancha pues en esos casos se pierde tiempo y esfuerzo en las puntas para avanzar hacia la otra orilla y seguir barbechando. Por ejemplo, si se permite una besana de diez metros de ancho. Cuando se está finalizando la misma se está gastando energía a razón de 20 metros por vuelta. Si la parcela tiene cien metros de largo en la parte en que se trabaja. Un poco de aritmética nos lleva a concluir que en dos vueltas y media se consume tiempo y esfuerzo equivalente a la mitad de una vuelta. Considerando lo difícil que es este trabajo, siempre caminando bajo el sol, resulta absurdo escoger el trazado de besanas demasiado anchas.

Para mantener el arado en su sitio era necesario cuidar varios detalles:

Primero: la colocación de los dos animales que lo jalaban debía ser tal que uno de ellos caminaba siempre sobre el surco, mientras el de la izquierda no se alejaba demasiado, ni se acercaba tampoco, de modo que así se podía evitar que sacara de su sitio al de la derecha. En Estación Moreno, Sonora, eso casi nunca ocurría en la etapa del primer barbecho, siempre y cuando se trabajara con animales entrenados. La razón es que con el terreno seco no había muchas plantas secas que las bestias quisieran morder para comer. En cambio, durante el segundo barbecho, para llevar a cabo el proceso de siembra, ya habían nacido muchas plantas pequeñas y verdes en diversas partes de la tierra, y entonces, el interés de las bestias por morder un quelite, o algo similar, crecía. Para ese fin, el joven de la foto llevaba siempre una soga a la mano (las riendas) para jalarla y corregir la colocación del animal que pretendiera salirse del camino que debía seguir.

Segundo: por razones naturales de la diferencia en la dureza del terreno, o de la inclinación del mismo, el arado tendía a salirse hacia la izquierda o hacia la derecha, aún cuando las bestias estuvieran jalando correctamente. En ese caso se llevaba a cabo un proceso de inclinación suave hacia la izquierda o hacia la derecha. Esto lo explicaremos enseguida:

Si el arado tenía tendencia a meterse hacia el área barbechada, el labrador debía inclinar el arado hacia su derecha para corregir el rumbo. La siguiente fotografía ilustra este procedimiento:


En cambio, si el arado tendía a salirse hacia la izquierda, para meterse en el área que todavía no estaba barbechada, el labrador debía inclinar el arado hacia su izquierda, como se muestra en la siguiente foto:


El observador poco experimentado puede tener dificultades para percibir las diferencias, pero se debe a que los movimientos debían ser muy suaves.

Si no se procedía de esta manera, se dejaban en el terreno sitios sin sembrar, que nosotros llamábamos “camellones”. Estos eran lugares donde las plantas no crecerían, de modo que ese defecto se debía corregir en la siguiente vuelta, dando lugar a la acumulación de tiempo y de energía. Siempre bajo el rayo del sol y con temperaturas que después de las once de la mañana rondaban los cuarenta grados centígrados. Nada recomendable.

El resultado de un barbecho correcto debía dar lugar a algo similar al diagrama que presento enseguida:


El área superior está dibujada con un color más claro e indica hasta dónde podía alcanzar la punta (reja) del arado. El área inferior, de color más oscuro, muestra la sección del terreno que permanecía dura. Si el barbecho no era fino, las secciones duras subían demasiado alto y eso resultaba malo para las plantas, pues se trataba de espacios en los que no podían desarrollar sus raíces, disminuyendo así las fuentes para nutrirse.

Un buen trabajo de barbecho podía dar lugar a una siembra exitosa, lo cual no garantizaba una buena cosecha, pues todavía faltaba que lloviera lo suficiente, lo cual, a veces, no fue más que una esperanza.